¿Pertenezco a aquí?

NAUFRAGIO, 1854 DE IVAN AIVAZOVSKY (1817-1900, UKRAINE)
























Ingenuamente pensé que estos meses serían de vacaciones. Han sido unos meses madreantes de mucho trabajo y estrés, entre la mudanza y la adaptación (los primeros días mi cuerpo tropical se moría de frío, los dientes me dolían al tomar agua a temperatura normal, qué decir de las rodillas y las reumas: el cuerpo diciéndome ¿acaso pertenezco aquí?). 


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Todavía no sé si pertenezco o no a esta ciudad. Hace un par de días cumplí siete meses aquí. ¿Qué se supone que debería hacerle eso a mi cuerpo, a mi ritmo, a mi mente, a mi escritura? Tampoco puedo decir que haya explorado mucho la ciudad. Voy casi siempre a los mismos sitios. Ayer me di cuenta que en ciertas rutas del metro mi cuerpo ya se mueve en automático, ya no debo decirle a dónde dirigirse, es una máquina más, una hormiga más del colmenar. Cuando me di cuenta no supe si sentir alegría o miedo o tristeza. 

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Hubo un momento en el metro. Yo llevaba audífonos y mi soundtrack era Drexler. Un par de jóvenes bailaban breakdance. Algo debía decir la chica para animar al público del vagón. La música debió ser apropiada para los movimientos de sus cuerpos. No escuché nada. Se trataba de una película con el audio incorrecto. De mímica. Luego la luz del vagón se fue y todo fue intermitente, todo recortado o cortado o mezclado en pequeñas y filosas pausas. Las caras de la gente, las paredes y ventanas del vagón, la velocidad y los dos chicos bailando por unas monedas. Me dieron mucha ternura. Quise saber cuáles eran sus historias, si eran pareja, qué sueños tenían o hacia dónde los llevaría la vida.

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Quienes me conocen saben que no me gusta que me toquen los desconocidos. No me gusta que me hablen los desconocidos o hablarles a los desconocidos (excepto a los taxistas, esos tienen una licencia especial). He tenido que hablar o responder palabras de desconocidos. No me ha molestado tanto como pensé. Casi siempre son mujeres porque voy siempre en el vagón rosa. Sólo una vez de camino a CU me subí en un vagón mixto, que en realidad era sólo de hombres y tenía un olor penetrante a sudor. Nadie hizo un sólo gesto inapropiado, pero sin saber por qué me sentí intimidada. 

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El síndrome del impostor es muy culero. Te hace sentir que nada es tuyo. Que eres un fraude. Que todo esto es cartón piedra, un escenario muy chafa, como de telenovela de las cinco, que en cualquier momento caerá. Es decir, te hace sentir y no sólo sentir, saber, te hace saber que esta vida no es tuya, que estás aquí sólo de paso, como si fueras el doble de luces de alguien más. Te dice: muy pronto sabrás que esto sólo lo estabas imaginando o era un sueño o algo que sólo podía durar muy poco. 

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Esta soy yo hablando por mi síndrome. Habito mi casa y la atesoro como si fuera el último día en que fuese a vivir en ella, como si unos extraños fueran a llegar mañana mismo a echar mis muebles a la calle. Recorro la ciudad como si fuera el último día o el primero o como si fuese una cosa que no volverá a repetirse nunca más. La voy andando con el asombro del extranjero, del que sabe que no pertenece, del que no sabe si pertenecerá alguna vez. 

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Pero también están, y esto de nuevo es privilegio, las conversaciones, los brazos abiertos, las amistades en construcción que poco a poco van armándome pequeños nidos. Están ustedes, que bien saben quiénes son, a quienes voy queriendo cada día más de a poquitos.

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De niña me enseñaron que esta ciudad mordía. 

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Hoy todo el país arde y sobrevivir es un privilegio. 

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¿Aprenderé a nadar tranquila frente al naufragio, frente al iceberg como escribió Natalia Litvinova?





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