Desde los primeros días del año he estado leyendo mucho. He leído desesperadamente, con ansia de devorarlo todo. Carson, Hughes, Stein, Alesi, Negroni, Volodine, Heaney, Pinter, Markson, Vilariño y la Duras, entre otros. Tal vez por eso tengo la sensación de que han pasado mucho tiempo. Como si con cada libro leído hubiese emprendido un pequeño viaje que me dejara el agotamiento que produce el visitar tierras lejanas. Sin embargo el cansancio no impide el deseo de emprender un nuevo periplo. Me convenzo de que entre más tiempo dedico a leer más tiempo de mi vida quiero dedicar a hacerlo. Mi trabajo, mi vida cotidiana interrumpe mis lecturas. Será que me acuerdo de esos años de la adolescencia en que lo único que hacía todo el día era leer.
Se puede vivir así, leyendo todo el día. Lo sé porque lo hice durante al menos un par de años. No televisión, no radio, no vida social. Únicamente los libros. Era una buena vida, debo decirlo. Vivir para leer es un buen trato con la existencia. Lo fue al menos para mí. Lo sigue siendo en los momentos que le robo al tráfago de los días el tiempo necesario para mis lecturas.
Me he estado desvelando mucho, eso es cierto. Me gusta leer a todas horas pero hallo un placer muy específico en leer por la noche o la madrugada. Siempre me recordaré leyendo a Vicente Riva Palacio aquellas madrugadas de infernal calor en Ciudad Valles. Siempre me recordaré leyendo a Arthur Conan Doyle iluminada únicamente por una vela. Ahora, en la comodidad de mi habitación, sigo queriendo leer todos los días y a todas horas.
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