La primera vez que lo vi entró al Café Cantón ofreciendo su trabajo a cambio de comida. Un anciano muy delgado con un costal al hombro. Traía un pantalón de vestir que alguna vez fue café claro y una playera roja que ostentaba el nombre de quien hace muchos años fuera candidato a un puesto de elección popular. Su estatura elevada, el cabello cano y el palo que traía en la mano a modo de cayado, báculo o lanza improvisada le daban un aire de Quijote moreno venido a menos, sin locura ni gloria, sin Sancho Panza ni Dulcinea. Un Quijote de a pie, sin Rocinante: sólo un hombre anciano y delgado con hambre pidiendo trabajo para poder comer.
Lo alcancé en la puerta y le dije que si quería desayunar se sentara y pidiera algo, que yo dejaría pagada su cuenta. El hombre aceptó y le trajeron la carta. Primero dijo que comería lo mismo que desayunábamos Perla y yo (entomatadas) pero como su mesa estaba al lado, insistí: puede usted pedir lo que desee, a lo mejor se le antoja otra cosa. El hombre se decidió por unos huevos con papa, chorizo y tocino, además de un café con leche y un pan.
El caso es que terminamos de desayunar y nos fuimos. El hombre nos dio las gracias. Me gustó su sonrisa y las arrugas de su rostro. Me gustó que nos extendiera la mano y que su apretón fuera firme.
Después lo volví a ver sentado en una esquina con su inseparable costal al lado. Ese día traía un sombrero y esperaba en la sombra.
Luego me lo topé de nuevo en el Café Cantón, mojaba una concha en un café con leche.
Otro día lo vi de lejos caminando con su costal por la calle principal del centro.
Y así.
Antier entró a nuestra cafetería habitual y se sentó en una de las bancas. Fui por un pan de plátano y ordené un café para él.
Ahora, que tengo la certeza de que es Dobbs y yo el hombre del traje blanco (cfr. El tesoro de la Sierra Madre), sé que nos estaremos encontrando constantemente.
No sé quién es ese hombre ni cuál es su historia pero me hace feliz compartirle un poco de comida de vez en cuando.
El caso es que terminamos de desayunar y nos fuimos. El hombre nos dio las gracias. Me gustó su sonrisa y las arrugas de su rostro. Me gustó que nos extendiera la mano y que su apretón fuera firme.
Después lo volví a ver sentado en una esquina con su inseparable costal al lado. Ese día traía un sombrero y esperaba en la sombra.
Luego me lo topé de nuevo en el Café Cantón, mojaba una concha en un café con leche.
Otro día lo vi de lejos caminando con su costal por la calle principal del centro.
Y así.
Antier entró a nuestra cafetería habitual y se sentó en una de las bancas. Fui por un pan de plátano y ordené un café para él.
Ahora, que tengo la certeza de que es Dobbs y yo el hombre del traje blanco (cfr. El tesoro de la Sierra Madre), sé que nos estaremos encontrando constantemente.
No sé quién es ese hombre ni cuál es su historia pero me hace feliz compartirle un poco de comida de vez en cuando.
Comentarios
Me reconforta leerte.