¿O sea que somos otros porque pasan los años?
Armando Alanís
¿Es
el mar un espejo, una bruñida superficie de cristales móviles que nombran el
devenir de nuestros rostros en la ubicua voz de sus mareas? ¿Es la playa un
territorio del vacío, una frontera de sal donde los contornos de la identidad
se hacen miscibles y la turbia indeterminación de lo inacabado germina en la
epidermis de todas las cosas? ¿Es La casa en la playa, la fluvial morada de
cuatro imprecisas figuras que refractan su soledad en el azogue pertinaz de la
distancia, de la otredad testimonial -trinchera y almena-, del erotismo tribal
de palabras y miradas que se quedan suspendidas como impulsos nonatos en la
turgente levedad de la inminencia?
Estábamos sentadas
frente al mar. Elena
frente a su ambigua e intangible amistad con Martha, frente a lo que fueron o
lo que creyeron que querían llegar a ser cuando eran más jóvenes, cuando la
constatación del futuro era sólo una promesa, un augurio invertebrado, translúcido.
Elena frente Martha y Eduardo, huésped transitoria de su casa en la playa, recién
llegada a Mérida, ajena y partícipe de una vida cuya edificación se erige sobre
la calma arquitectonizada de una rutina seductora que se infiltra en la sangre
de los días, pegajosa como el sudor o el sarro salobre, como la pétrea
inmovilidad de sus costumbres. Elena frente a Rafael, frente a su estar simplemente y descubrir al otro sin
hablar, frente al deseo que llega como ausencia de sí y nos arrostra a la
ignorancia del porvenir, a desear que el tiempo se detenga para siempre. Elena
frente a sí misma, desnuda bajo las sábanas de su indeleble soledad, de su
respirado vacío; apátrida como una desconocida que no supiera articular el
lenguaje de sus anfitriones, que no tuviera la certeza de cuál es su lugar en
el tablero, de cuál será la siguiente jugada que se cernirá sobre de sí, para
acercarla o alejarla definitivamente de la casa en la playa. Elena frente a la
cornisa de la fidelidad y la duda, frente al espejismo de la muerte y el
olvido. Elena frente a un mar casi blanco
y brillante bajo la luz del sol, lleno de matices y señales secretas, un mar
diferente de sí mismo y por esto también más auténtico.
Quizá porque Elena -protagonista y voz narradora- sabe bien que en el cuerpo del deseo toda presencia es más una ausencia, un conjuro ad infinitum, una invocación de lo imposible que nos deja varados
en el azaroso precipicio de lo inconcluso, es que comienza su historia en un
presente que se disgrega en espiral abismo hacia el pasado adentrándonos en la caliginosa memoria de sus reinos perdidos,
para luego ir recuperando poco a poco -de un modo casi imperceptible- la fluidez de la linealidad y como una auriga presa de una continuidad inexorable y absurda,
conducirnos lentamente hacia el oleaje final (¿final?).
Los
actantes principales de La casa en la playa (Elena, Martha, Eduardo y Rafael)
se bifurcan entre la sensación de no ser dueños de sí mismos, de no pertenecerse, de hablar
desde una garganta que pareciera vaciarlos, volverlos más lejanos de sí mismos, dispersos como una brisa que
abarcara todo el ambiente sin estar en realidad en ningún sitio; y la necesidad de entregarse al otro en una
comunión identitaria que los rescate de la
vacuidad, de la erosión del sentido; que los exonere de su
extranjería existencial en una unión inevitable, que sin
embargo, los deja más solos; que los redima de su expulsión del paraíso de un pasado mítico (la infancia en el caso de Eduardo y Rafael; la
adolescencia y juventud para Elena y Martha) e inalcanzable como la sombra de
lo que fuimos. Así, los habitantes de La casa en la playa
-personajes
solitarios en playa vacía- deambulan enceguecidos por una deslumbrante claridad y ausencia casi
total de movimiento en la que todas las cosas se contemplan a sí
mismas, fijas para siempre.
Las
voces que se escuchan -ecos de un mar construido sobre cimientos de
incertidumbre y nostalgia- dentro y detrás de las humedecidas e invisibles
paredes de La casa en la playa, murmuran en la oscuridad de su silencio su
verdad hecha de sal y arena que nos enfrenta al precio de asumir que jamás
sabremos quienes somos porque nunca somos quienes creemos ser y que jamás
volveremos a lo que creemos ser, porque el tiempo -ese movimiento demasiado silencioso y secreto para ser real, ese océano
de azogada refracción- nos devora subrepticio y mortal, como si un leve velo morado diluyera los perfiles, haciendo
irreales las cosas, tornándonos cada vez más exiliados de nosotros mismos -más fantasmas de fantasmas; para luego,
como luz absorbida por marismas y dársenas, devolvernos a la costa de la
realidad con otro nombre, con otra piel, con otro deseo imposible: siempre
otros, siempre los mismos.
Comentarios