Teníamos empleos que nos daban de comer. Empleos que llenaban el carrito del supermercado. Que pagaban la luz, la renta, el aire acondicionado. Teníamos estantes repletos de comida enlatada. Servicio de cable. Internet en casa. Teléfonos inteligentes. Tabletas y otros juegos. Computadoras personales. Podíamos renovar el guardarropa. Viajar a lugares no tan exóticos. Podíamos darnos el lujo de dormir una siesta entre semana. De no ver el precio del menú.
Pero estábamos enganchados al sistema.
Pero no éramos menos máquinas que los chicos del telemercadeo a los que recitábamos aburridas lecturas o vituperábamos cuando nos incordiaban.
Teníamos tiempo para deprimirnos. Placebos. Anticonceptivos. Teníamos incluso la capacidad de sabernos solos en la cúspide. Teníamos sobre todo, tiempo para leer, para escribir. Tiempo para vivir nuestras vidas. En todo caso eso era lo que nos compraba el capital de nuestro trabajo. Tiempo. Una inversión directa. Vender tiempo por tiempo. Ganancia redonda.
Teníamos tiempo para escuchar canciones melancólicas de los noventa o para transcribir poemas sobre cómo otros derrocharon su tiempo esperando lo mismo que nosotros.
Eso que nunca llega.
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