Bitácora de sitios perdidos: primer registro



Al Hotel Inglaterra fui por primera vez con Eduardo. Estoy hablando de 1998 al año 2000. Entonces estudiábamos la carrera de filosofía y llegamos ahí buscando un café donde nos sirvieran taza tras taza por el mismo precio. Los años anteriores habíamos sido asiduos del Vips frente a la Plaza de la Libertad pero luego de una intoxicación con su mal café decidimos ir en busca de nuevos cafetines donde pudiéramos pasar las tardes y si es posible parte de las noches por el módico costo de una sola taza de café. Nos amparábamos al refill y a que los meseros nos odiaran poco porque nunca dejábamos propina. Eramos universitarios jodidos. Sí, estudiábamos en una de las dos escuelas más popis de la ciudad pero la verdad es que éramos unos muertos de hambre becados. Así las cosas caímos en el café del Hotel Inglaterra, no sé quién de los dos lo descubrió o si lo descubrimos juntos. Lo cierto es que muchas de las tardes de esa época las pasé en una de sus mesas viendo hacia la calle por los amplios ventanales que daban a uno la sensación de estar contemplando una gran pecera humana. O un canal de la televisión que siempre repetía el mismo escenario de la Plaza de Armas. 

Llegábamos a eso de las seis de la tarde y pedíamos nuestro primer café. A veces, cuando alguno de los dos tenía unos pesitos de más, pedíamos una orden de bisquets con mermelada y éramos felices compartiéndolos. A eso de las seis y media o siete llegaba el pianista. Porque hay que decir que en el lobby del hotel había un gran piano que aquel hombre tocaba por espacio de dos horas más o menos hasta que llegaba la cantante del bar. No era un buen pianista pero tocaba con ahínco y desquitaba el, seguramente pírrico sueldo que recibía. Tenía un repertorio corto que hacía amena la tarde con dos o tres piezas destacadas. Recuerdo que era un hombre de rostro adusto que más tarde fue reemplazado por un chamaquete más bien informal que a veces iba y a veces no.

En la mesa de ese café (porque al fin territoriales, nos sentábamos siempre en la misma mesa, y cuando no se podía, cuando estaba ocupada, eramos los infelices que se sentaban en la mesa de al lado rumiando nuestro coto invadido) tuvimos grandes conversaciones sobre todo lo que se puedan imaginar. E imagínense que estudiábamos filosofía y que éramos un par de ingenuos, sí, soñadores. 

Entonces se podía fumar y Eduardo fumaba dos o tres cigarrillos por jornada. Los meseros nos odiaron poco a pesar de la ausencia de propinas. Hacíamos bromas con ellos. Éramos los habituales que sólo pagaban un café por toda la tarde. Pero habría que decir que no éramos los únicos. Había otros habituales: una pareja de esposos o amantes que siempre estaban callados, un trío de gays que siempre se reunían a platicar, un grupito de maestros que una vez cachamos alterando boletas de calificaciones. Un gringo viejo, sí, un gringo viejo que iba con regularidad a cenar y dejaba buenas propinas. Gente como nosotros que iba ahí a matar el tiempo viendo hacia la calle. Y en la calle se veían toda clase de escenas. Desde la gente correr cuando la lluvia, hasta peleas de amantes y toda clase de transeúntes. Había que ver la mirada de la gente que camina en las calles. Habría que detenerse a mirarla de vez en cuando. Nosotros nos dedicábamos un poco a eso, a adivinar las vidas que estaban detrás de aquel anonimato. 

Hay, además, que añadir que el vidrio de estos grandes ventanales estaba polarizado, así que nosotros podíamos ver a los peatones pero ellos no nos podían ver a nosotros. Había gente que pasaba haciendo caras a la nada. Otras más, mujeres que terminaban de maquillarse frente a nosotros. El incauto peinándose. La vanidosa viéndose de reojo. Una pantalla humana gratuita para nuestro solaz de desocupados.

Con Eduardo jamás fui al bar. Ni siquiera entré o me asomé tras sus puertas. De la mesa del café sólo me paraba para ir al sanitario (que por cierto no estaba en las mejores condiciones que digamos). 

Abandonamos el café del Hotel Inglaterra porque Eduardo descubrió el café del Restaurant Flamingo. En el Inglaterra cerraban el café a eso de las nueve o diez, en el Flamingo estaba abierto 24 horas. Allá, al Flamingo, fueron a parar nuestras horas llenas de palabras e ideas.

Del Inglaterra guardo el mejor de los recuerdos de Eduardo y míos. Todas esas tardes y las noches que les seguían. Todas las calles de ese puerto que de madrugada recorrimos están ligadas a ese café en esos años. Esos que a la deriva fuimos. Esos otros que ya no.

Comentarios

Cada vez que regreso al puerto no puedo evitar pasearme por esos rumbos. Ni las calles ni los cafés ni los periódicos ni las personas me dicen quién fui yo.


Quizá alguna vez nos topamos por ahí.
Sara Uribe dijo…
El hotel lo han cerrado. Dicen que temporalmente pero al menos un año estará así. Lo vi hace unos días y esa visión me instaló un hueco irreversible.

Ojalá que sí, que un día un café en otro café que no ése.