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Durante mi infancia, adolescencia y temprana juventud viví bajo la peregrina idea de que la felicidad era algo que llegaba a nuestras vidas. No recuerdo quién me lo dijo o de dónde lo saqué. Así, por un efecto de milagro, de azar o de gratuidad del universo. Uno tenía que sentarse en la banqueta o en un sofá o en un escritorio a esperarla.
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Fotografías de gente sonriente. Un álbum con imágenes de pasteles y salas iluminadas y patios enormes y albercas con niños alrededor y pinos navideños y estrellas de colores y esferas colgando de una rama. Fotografías de gente que se abraza con música de fondo. Narrativas de una felicidad que se retrata a sí misma. Narrativas de una felicidad que se guarda en la alacena. La felicidad es un mostrador limpio a dónde puede llegar pidiéndolo todo.
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La carretera de Tijuana a Ensenada. Un trayecto en automóvil por acantilados infinitos. O una caminata de dos horas por Playas. Un paso tras otro. Ese sanar mientras la brisa o las olas. Mientras los límites y las aduanas y toda esa espuma. Una cerveza helada en el centro de una mesa. Un plato de mariscos. Una fiesta a la que fuimos invitados. Bailar en la oscuridad. Ser ese cuerpo que es llevado. Esa suavidad. Esa voz que te dice que le da miedo romperte. Esa fragilidad.
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Una casa puesta. Manteles y sobremesas y luces y recámaras con sábanas limpias. Maletas en los armarios. Platos limpios y los fruteros y las primaveras. Un jardín y la humedad. Una calle nuestra. Un timbre. Una reja. Una mecedora. // Una casa de madera, los ventiladores, el calor de las noches y el agua fresca, una jarra de agua fresca para esa sed, para esas nubes, para ese viento caliente que conforta.
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Una nave. Un trayecto. Un itinerario. Un decirse y desdecirse. Un cronómetro. Una brújula. Un periplo. Una armadura. Un bote de remos. Un naufragio. Ese avituallarse. Un largo viaje. Un largo viaje. Un largo viaje. Un mapa. Un plantación perdida. Una estancia que se prolonga. Un largo viaje. Esos kilómetros y kilómetros que nos separan del pasado. Un puerto. Una deriva. Una escala no prevista. Un sueño. Una interpretación. Un espejo. Esa neblina.
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Recuerdo la noche en que cumplí treinta años. Me fumé un cigarro mientras escuchaba a Charlie Parker y bebía un oporto con agua mineral. Todo es mentira, pensé. Era mentira que fumaba y que bebía oporto. No era mentira lo de Charlie Parker ni lo de Nina Simone. Pero sí. Todo era mentira. Y me levanté de esa banqueta, de esa silla, de esa calle, de ese sofá. Me levanté sin saber a ciencia cierta hacia dónde dirigirme. Dejé atrás treinta años y decidí ser otra. Decidí que me inventaría otra. Que me la creería que de verdad ya no sería más aquella que hasta entonces. Mentía también, por supuesto. Lo único cierto es que ya no la espero. Un día me dí cuenta de lo simple, lo cursi: lo terrible. A la felicidad había que cazarla, construirla, domesticarla. Había que inventársela y creérsela y reinventársela y descreérsela y recreársela y así.
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