Händel


Mi madre solía llevarme a una enorme tienda de estambres.

Ahora que me lo pienso seguramente aquel establecimiento no era tan enorme como lo recuerdo. Supongo que mis seis o siete años hacían que todo pareciera más grande. Lo cierto es que me gustaba ir a esa tienda, ver las madejas de todos colores y tamaños. Me gustaba saber que aquel estambre se convertiría en un suéter, en un chalequito, en una bufanda. Me gustaba que mi mamá nos dejara escoger los colores, las posibles combinaciones.

Nunca aprendí a tejer. O quizá, para no faltar a la verdad, deba decir que si aprendí pero que lo he olvidado, igual que olvidé cómo hacer tostadas francesas y cómo bailar sin inhibiciones y en estado de sobriedad.

En casa siempre había estambre.
Tejía mi madre, mi abuela, tejía mi hermana.

Pienso en agujas de tejer y pienso en mecedoras, en tardes de charlas, en rezos. Todo eso viene junto en el mismo archivo. No tengo la menor idea de por qué hoy recordé el estambre, la textura en los dedos. Los colores. Sobre todo recuerdo un estambre color aguamarina que estaba en uno de los estantes de aquella tienda. Me veo a mi parada junto al mostrador, en invierno, me recuerdo levantando mi mano para señalar aquel estambre en sólida madeja.

Tal vez todo sea mentira.

Tal vez ni la tienda, ni estambres ni aquella madeja aguamarina.

Cómo saber si la memoria. Quizá pensé en el estambre porque pensé en el olvido.

Pensé en el estambre porque pensé en los hilos.
En hilos con los que tejemos: las apuestas, las decisiones, los abandonos.

Un hilo suelto. Eso.

Dejar hilos sueltos. Tal vez sea lo mismo. Tal vez yo podría también ser el manco que un día acertó la carambola.

Tal vez alguien más teje sobre mí. Teje conmigo.

Las agujas una y otra vez.

Las agujas.

Todo tejido es azar.

Todo tejido es sombra.


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