Pasé la tarde en casa con dolor de garganta. No tenía caso ir a la maestría sintiéndome así. Dormí un rato. Sólo una hora y después me despertó la tos. Intenté ver televisión, comer algo, leer. Pero nada. Lo que comí lo devolví. Tuve asco por las flemas. No tuve la concentración para hacer nada. Si acaso mandé algunos mensajes y contesté otros por el celular. Me recosté tratando de descansar y ahora siento que perdí mi tarde en nada. Ahora estoy por irme a dormir, ya tomé mi medicina para la gastritis, la colitis, la vitamina c, el jarabe de miel y eucalipto. Un poco de agua mineral. Mañana temprano me haré un té de manzanilla.
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Como en realidad no hice nada esta tarde más bien me dediqué a pensar estupideces como las que siguen:
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1. Hoy en la mañana tuve que regresar a mi casa porque se me olvidó el cable de la cámara y me urgía enviar unas fotos a una investigadora. Tuve una sensación extraña al entrar en mi departamento. Como si fuera una intrusa. Como si estuviera entrando a la casa de alguien más. Como si esa Sara matutina fuese una especie de impostora y no yo, la de la oficina, la sentada frente al monitor redactando oficios. Recordé la novela de Millás, Laura y Julio. Ese Julio en el departamento contiguo. Ese Julio más real cuanto más invento, cuanto más disfraz de si mismo.
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2. En el autobús de regreso de mi casa a la oficina iba leyendo el libro que anoche me prestó Nidia, Sueño profundo de Banana Yoshimoto. A pesar del calor pude apartarme del mundo en la burbuja auditiva del ipod. Sumergirme en la lectura. La idea de imaginar a esa mujer yacer junto a los durmientes, velando su sueño, estando ahí para cuando ellos / la vigilia. En general esa sensación de fragilidad, como si la narración, las palabras, todo estuviera a punto de esfumarse en un abrir de ojos. Entonces percibí el olor. Provenía del hombre junto a mí. Un hombre que ni siquiera había mirado a pesar de haber tenido que pasar frente de él para sentarme en el asiento junto a la ventanilla. Mi compañero de junto. Un hombre joven. Moreno. Pantalón de mezclilla y camiseta blanca. Olía a limpio y a perfume. Se podían distinguir perfectamente los dos olores. Al menos eso me parecía. El hombre junto a mí me miraba, o más bien dicho miraba la página que yo leía: me miraba leer. Parecía intrigado, seguía mis cambios de página, mi detenerme de pronto en la lectura. No sé si alcanzó a leer al menos alguna línea. El hombre de junto me sonrió al bajar del autobús. No sé porqué me recordó a ese Alejandro con el que bailé en el T. Supongo que era la tez de la piel. Su complexión. Supongo que era ese olor a limpio y perfume que se podían distinguir uno del otro.
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3. Recordé a Loris, en las mesas de la Plaza de las Artes, esta tarde, describiendo la sensación de tocar un cadáver. Lo frío. La dureza. Como si fuera una plancha de concreto. Eso dijo y yo sabía de lo que hablaba. Yo pude comprender su estupor.
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4. Después pensé en un poema de Drumond.
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