Nunca quise... por Marisol Vera


LA FLECHA DEL TIEMPO
Lectura de un libro de Sara Uribe en siete estancias

Por Marisol Vera

I

No hay advertencias, ni un solo letrero en el umbral de este libro que me indique adonde me conducirán sus páginas, sus palabras tensas como escaleras a punto de quebrarse. Albergo la vaga sensación de que iré a un lugar subterráneo, azogado, lleno de bruma y de olvido. ¿Qué puede decirme Sara sobre mi propia historia? Me asomo a sus letras con el ansioso deseo de hallar mi rostro dibujado en los ángulos del silencio, entre las huellas de tinta y los espacios en blanco. Este libro debe de hablar acerca de mí. “Es tan extraordinario ser uno mismo– apunta en su diario la mujer rota, de Simone de Beauvoir–, justamente uno, es tan único que parece natural ser único también para alguien más”. Me gusta ver mi singularidad cada vez que abro un volumen de Poe, de Borges o de Rulfo; sentirme uno con el poeta, con su latido, con la sombra o el fantasma detrás de la escritura.

¿Cómo acercarme a Sara, a esa cierta distancia tejida entre las letras y el tiempo?

La primera página me trae la mirada sobrecogida –confesándose– de una niña ante su madre. Me estremece su lenguaje llano, limpio, duro: cuando me dijeron que habías muerto / no supe como llorar […]

¿Qué sé yo de la muerte, esa imposibilidad de volver a unos brazos extintos? El abandono. El vacío. Una vez murió un ave entre mis manos. El aliento se le escapó del pecho, abrupto, seco, sin sustancia. Un ave. Una madre. ¿No nos hace iguales, la muerte, a todos los seres sobre la Tierra? ¿No es, en el fondo, la misma soledad la del agua, la de los pájaros, la del aire y la de los hombres y mujeres?

debajo de tu piel
sólo había sal
lo supo el asombro de mis dedos
cuando inauguró con su tacto
la certidumbre de tu muerte


La piel, la sal, los dedos, la certidumbre aterradora. Yo habría dudado al instante. Dudo siempre, como un hábito arraigado en mis huesos, de la realidad que me circunda. Aún veo a la dulce avecilla de canciones verdes atrapada en mis manos. ¿Era su temblor un aleteo del Hades? No, el ave no expiró, no encontré su cuerpo desfallecido entre dos lajas de horror, no la sepulté en el jardín de mi casa, no fue devorada por la tierra, el silencio, la negrura...

II

Este libro es un lecho de mar donde las aguas olvidaron retornar a su orilla. Un sabor a sal impregna la noche. Sí, es de noche y escribo este asedio mientras la ventana de mi habitación parpadea como el ojo de un lagarto ciego, mientras una hormiga de hojalata hinca sus mínimas tenazas en mi carne, mientras un niño duerme complacido afuera de mi vientre.

Ahora el título: Nunca quise detener el tiempo. Es imposible no rasgar en la memoria como un topo: no encontrarme aquella lucecita de mi niñez, a la mitad de una pantalla negra, pescando siluetas fantasmales. Tengo seis años y soy poseedora de una caja que detiene el tiempo. Los minutos se quedan pegados al televisor igual que las moscas a un tarro de miel.

Es mentira que uno pueda detener el tiempo con las palabras me grita el Poema: me reprocha mi absurdo afán por hacer poesía con los escombros de un gastado paraíso. En este libro no hay paraísos. Tan sólo el recuerdo a tientas de un naufragio…

III

Nunca un vaso roto salta desde el suelo hasta la mesa para juntar sus fragmentos, ni los amores desarticulados vuelven a unirse con la melaza de los días, ni retoña en los cráneos de los muertos la memoria. Todo se dirige, de manera natural, hacia el caos. Sara Uribe es consciente –por su voluntad sensible– de este principio físico.

Hago mía la reflexión de Saint-John Perse: “¿no tenemos derecho a considerar que el instrumento poético es tan legítimo como el instrumento lógico? […..] La gran aventura del espíritu poético no es inferior en nada a las grandes entradas dramáticas de la ciencia moderna”.

A través del poder intuitivo, Sara se adentra en esa región del pensamiento donde se dialoga con lo eterno. Son inquietudes tan antiguas las que halla en esta búsqueda, tantas veces elaboradas en la mente humana, que no puede sino quitarse el sombrero ante la Fatalidad.

La insistencia de Sara sobre la imposibilidad del retorno del tiempo me conduce, irremediablemente, al río de Heráclito y a la obsesión de Borges por contemplarlo:

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.


¿Se agotará la pulsión de filósofos y poetas por desentrañar a Cronos?

Al ver de nuevo la portada del libro que ahora reseño, su “título falaz” –como lo llamó alguna vez la propia autora– no puedo sustraerme de pensar en la dirección de la flecha del tiempo: señala, siempre, hacia adelante. No hay retorno. Apunta en la misma dirección en que el universo se expande y en que el desorden se agranda. ¿Llegará el momento en que esta flecha se invierta, en que recordemos el futuro, seamos cada día más inocentes y muramos antes de nacer?...
IV

Sara no pronuncia la palabra amor entre sus habitantes invisibles. Hay ausencia, un ruido como de aire cayendo sobre las navajas del tiempo. Una sed inconfesable de otra sed

porque las palabras son escaleras
inciertas escaleras que no conducen
que no salvan

No sé a quién persigue la oscura saeta de poemas –porque a alguien está persiguiendo, sin duda–, el puñado de grafías enhiestas en el polvo, recortadas por la nostalgia, escudriñadas por la Entropía. ¿Quién huye hacia un blanco desierto al esgrimirse los vocablos de este libro? ¿Quién intenta cobijarse detrás de los fonemas, en mapas extraviados, en la breve lectura que deja un escozor grisáceo en la garganta, un deseo de caer al fondo del espejo convertido en arena?
V

Las cartas, nidos de aves fracturadas, las cartas vacías en el borde de una mesa, las cartas echadas al buzón de la memoria…

VI

Otra vez la imagen del Tiempo.

VII

Si bien Sara ha comentado que las estancias de Nunca quise detener el tiempo “se fueron ensamblando en un proceso a posteriori de su escritura”, al bogar entre los textos percibo, de la primera a la última línea, un solo gran poema. Una misma pulsión se repite: en ocasiones contenida en la metáfora como en un barco que cierra sus escotillas, y a veces palpitante sobre la cubierta de las palabras.

La poesía de Sara es una poesía de la idea más que de la imagen, del intelecto más que de los sentidos. Su pluma linda con los territorios del ensayo, pero evita la tentación de encallar en abstracciones, mantiene, entonces, un equilibrio entre lo terreno y lo etéreo, lo filosófico y lo estético. ¿Es desoladora su experiencia? El solipsismo se alza, emperador del espíritu de Sara, mas tiende un lazo con la soledad de los otros, los que estuvieron antes que ella, los que van siguiendo paso a paso la flecha del tiempo:

he escrito mis palabras
sobre la fresca tinta de otras
he nombrado
con los nombres que otros dieron
mi casa mi pan mi tierra
he caminado encima de los pasos
que otros antes caminaron por mí
y he llegado
al mismo ningún lugar que todos


Entre las elucubraciones de su agudo pensamiento atisbo la lluvia de agosto, ciertas humedades, la grisura de la roca, el olor de las mareas. Hay en los poemas una tácita cercanía del Atlántico y, finalmente, una hermandad con voces poéticas de Tamaulipas: Marco Olguín, Juan José Amador, Gloria Collado, Gastón Alejandro Martínez, Carmen Alardín, Alejandro Rosales Lugo y Gloria Gómez.

He leído este libro con la premura de quien lleva un reloj inexacto en la pupila; los minutos escalan, fatigados, la gris carátula de mis ojos y cuando creen haber alcanzado la hora breve del punto final, ruedan desde lo alto de mis párpados hasta el primer escalón de mi mirada. Me acude ahora José Carlos Becerra: oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la primera frase […]

José Carlos Becerra es un poeta muy amado por Sara, y hay entre los oleajes de Nunca quise detener el tiempo un hondo reflejo, algo que me recuerda su pulso, su cadencia de mar. Pero Sara no ha vivido las exaltadas pasiones de los sesenta; le ha tocado crecer en esta época fría, donde el horror ha perdido su fuerza y ya nada conmueve a la comunidad. Quizá por ello encuentro su poesía más cerca del abismo.

Cierro el libro: en su atmósfera un raro destello me hace creer que estoy dentro de una fotografía, suspensa en un lenguaje de vidrio; que las ventanas de la Ciencia nada tienen que decirle a la Intuición porque ya no existen las preguntas; que ya no hay tarde ni temprano ni jamás ni ahora porque el Tiempo se ha fugado a una región sin nombre, se ha suicidado en los filos de mi rostro, se ha detenido, pero no…
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Comentarios

Anónimo dijo…
SARA/ ¿Tienes un correo al cual te pueda mandar una invitación?
sarauribe_26 dijo…
Anónimo:
sarauribe30@gmail.com