A Carmen Alardín me une una suerte de cosa mágica, o mejor dicho, agorera. Leí por primera vez sus poemas cuando husmeaba en la Antología de Poetas del siglo XX editada por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes. Eso fue en el 2004. Cuánto, pero cuánto tiempo hace ya de eso, me parece tantos años. Tan otra. Tan lejos. El caso es que cuando vino a Letras en el Golfo, ese mismo 2004, se me ocurrió pedirle que me autografiara un libro suyo que había comprado. Casi nunca pido autógrafos, porque suelo ponerme demasiado nerviosa cuando tengo que hablar con un escritor que admiro. El caso es que había mucha gente y cuando me acerqué pensé que me había confundido con alguien más porque luego de firmar el libro me dijo: nos vemos en Monterrey. No presté mucha atención al comentario, hasta que luego de varios meses, una mañana de enero, mientras desayunaba con la Blum, me llamaron para decirme que había ganado el premio Carmen Alardín, que debía asistir a la premiación en la que estaría presente la escritora. El día de la premiación ella llevaba un gorrito muy coqueto y ahí nos conocimos propiamente, porque como era de esperarse, ella no se acordaba de mí, ni de haberme dicho eso de que nos veíamos en Monterrey. Esa noche Carmen platicamos de las coincidencias, me auguró que vendrían para mí más premios, y al día siguiente me hizo leerle mis poemas al teléfono en el hotel. El caso es que sí vinieron más premios y yo la volvía ver acá en Tampico en un taller que vino a dar y en una lectura de su poesía que hizo prácticamente bajo la lluvia. Por eso le dije a Marco, medio en broma medio en serio: vengo al homenaje a ver si Carmen me augura más cosas buenas, me dió un enorme gusto verla, abrazarla, saber que ahora sí se acuerda perfectamente de mí.
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Aquí el Huerta y yo con Askari, narrador, y Sergio Loo, poeta, en la terraza de Bellas Artes, después de ahí nos fuimos a comer al Generalito y luego un cafetín, y una plática muy agusto con el Loo.
La foto que para la posteridad será el verdadero origen a Abigail Huerta Uribe (je, pero no puedo evitar notar lo bonito que se oye ese nombre, tiene como cierta fuerza).
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Pues del viaje, recuerdos fugaces, imágenes:
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una: afuera de la Catedral, mirando llover sobre el zócalo, fumándonos un cigarro, desde una perspectiva distinta
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dos: ese pasillo de una de las librerías de viejo de la calle Donceles, ese pasillo donde un podría perderse y nada importaría, Borges
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tres: la larga caminata por calles mohosas, diciendo, era el verano de 2008
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cuatro: mi primera vez con Marco Huerta (je, mi primera vez de subirme al metro)
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cinco: el paraíso de los libros, la Rosario Castellanos
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seis: los fuegos artificiales que vimos desde el autobús de regreso, que eran para nosotros claro está, yo así lo ví
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siete: la imagen del perro muerto al lado del kiosko de la alameda, un perro inflado, con los ojos abiertos y un montón de comida a su alrededor
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Comentarios
saludos
Al menos no era un perro de agua inflado.