Los murmullos


¿Cómo se pudre el alma? ¿Cómo es que un pueblo se vuelve un amargo sorbo de aire rancio? ¿Cómo se derroca el cacicazgo de la memoria si huir de Comala es imposible, si no existe sitio alguno donde guarecerse de su lluvia, si sus murmullos nunca amainan y sus derrumbes te van enterrando poco a poco bajo el escombro de la desdicha?
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Aquí siempre es agosto y la canícula se embarra a la piel como si el viento fuera el vaho de un sudor inmóvil. Aquí sólo las sombras, la hierba que invade las palabras, el eco de un hombre que busca un fantasma y se queda varado en mitad de la calle gritándole a las piedras. Aquí nada más los muertos y sus quejidos, sus voces entremezcladas con la noche, el galope de un caballo desbocado que arrastra en sus bridas el cadáver del odio.
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Hubo un tiempo en que los perros aullaban sin descanso, que de los árboles caían las hojas del paraíso sobre los surcos alimentados por el rencor y el miedo. Entonces había hombres ciegos que entraban furtivos a los cuartos de muchachas a robarles la inocencia: mujeres mudas hechas de lodo, de nostalgia y delirio; hombres ruines que obedecían órdenes, que vendían el perdón al mejor postor; mujeres huidizas que desaparecían como si el olvido las mandara llamar con urgencia, mujeres solas que fallecían de tristeza y abandono; hombres forjados de maldad pura que se sentaron en un pórtico a esperar la muerte; mujeres que sólo creían en el infierno, que no eran de este mundo; hombres que caminaban dormidos, que amaron sin piedad a mujeres que soñaban mentiras y entregaron su amor a un recuerdo sin nombre.
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Bajo la llanura escuchaban las ánimas correr el agua, hubieran querido llorar de sed pero tenían el corazón reseco y las lágrimas extraviadas. En la oquedad de sus tumbas escanciaban su remordimiento mientras la vigilia les roía los huesos. Entilichados, errantes, sin poder mirar a través de la negrura de los cerros, morían una y otra vez con cada vocablo que escapaba de sus labios transparentados por la ausencia. Qué caso tendría rezar, se decían con la indiferente mansedumbre del que se sabe signado por una desventaja insalvable, si todas las indulgencias del mundo están compradas de antemano, si el perdón no es un pan recién horneado que cualquiera pueda llevarse a la boca. Qué sentido tendría aferrarse a la fina hebra con que la vida se amarra al cuerpo, para qué.
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Las casas se fueron deshabitando, la capitana fue su única huésped. A lo lejos, muy débilmente se percibían los ecos de todo lo vivido: el llanto de los duelos, la algarabía de los gallos y el licor, el susurro de las oraciones, el trote cansino de los burros, la reverberancia de las culpas, el pirotécnico lenguaje de la venganza. Aquel lugar se quedó vacío de futuro, todos sus sueños se fueron desmoronando, por eso a muchos les dio por marcharse y a otros tantos por morirse; por eso quien regresara a sus umbrales con la esperanza a cuestas no encontraría sino desengaño y ruptura.
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Fue en esa época cuando recordé que muchos años atrás vi a un par de niños volar papalotes sobre las lomas, sostener la fluidez de un cometa con sus pequeñas manos, sentir cómo con un breve crujido la existencia de lo efímero se deshace entre la nada de los instantes. Quién iba a decirles que cada saeta lanzada habría de traerles de vuelta una tolvanera, que él se volvería una ira pétrea y ella una indeleble orfandad; que él se cruzaría de brazos y dejaría morir de hambre a un poblado entero, que ella nunca lo amaría.
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¿Cómo se cobra caro un olvido turbio? ¿Cómo se divisa a través de dos miradas paralelas la penumbra de un territorio minado? ¿Cómo retornar a la infancia perdida si la búsqueda del padre es siempre un laberinto sin salidas de emergencia, si todo viaje hacia el origen es un largo adiós, una despedida interminable de uno mismo?
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Yo también soy hija de Pedro Páramo, murmuré, por eso vine a Comala, pero de aquel pueblo moribundo no quedaba más que un puño de polvo envuelto en un enjambre de ruidos, un hilacho de silencio consumido donde ya no pude volver a oír mi voz.

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Texto publicado en la revista Saloma, letras entre ríos
Número siete: Homenaje a Rulfo
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Comentarios

Anónimo dijo…
lo que bien comienza bien acaba y saloma era una cosa buenísima, me encanto la presentación tuya, lo que leyó la maestra de la UNAM y lo de liliana... saludos saris :)
Aquiles Heredia dijo…
pretenciosos tu texto.. sin ofender
Unknown dijo…
Dónde quedó la frontera entre poesía y narrativa, no lo sé, no lo quiero saber, prefiero pensar que tus palabras son una rebeldía constante dispuestas a acabar con esos muros que frenan los sueños. Excelente texto.
sarauribe_26 dijo…
Iris:

qué padre que te gustó, supongo que nos veremos el sábado en lo de Carlos

Aquiles:

no me ofendo, cada lector tiene su propio juicio

Nervinson:

me gusta caminar por esa frontera y extraviarme y no encontrar el camino de regreso a casa, gracias por tu comentario