La primera vez que me paré frente a un grupo para dar una clase tenía apenas diecisiete años. Era 1995 y me había incorporado como instructora comunitaria del sistema CONAFE (Consejo Nacional de Fomento Educativo); el contrato era inmejorable: jóvenes sin recursos para estudiar dábamos clases por un año en una comunidad rural, a nivel primaria o preescolar, y a cambio esta instancia gubernamental nos becaba por los tres años siguientes, con una cantidad de dinero que nos sería entregada siempre y cuando nos mantuviésemos estudiando la preparatoria o la universidad. De seiscientos aspirantes sólo quedamos doscientos, la selección se hacía mediante un examen y dos meses de intensa capacitación, pero ¿cómo se convierte a un montón de muchachos inmaduros en buenos maestros?
La comunidad que me tocó se llama El Platanito y está ubicada en el estado de San Luis Potosí, más allá de las cascadas de Micos, a diez kilómetros de un ingenio azucarero, a un kilómetro del rancho Valle de Santiago. La vida ahí era simple: el destino de los hombres era trabajar cerca de doce horas al día como cortadores de caña, ganar por esa jornada la miseria de veinticinco pesos, ir cada fin de semana a los bailes, emborracharse en la cantina de Tino o en el Acapulco, pedir fiado en la tienda, casarse, tener hijos, envejecer; el destino de las mujeres era trabajar cerca de veinte horas al día, cuidar a una docena de hijos de todas las edades, acarrear agua del pozo para lavar la ropa y los platos, cocinar, coser, alimentar a las gallinas, bañar a los niños, volver a embarazarse una y otra vez, envejecer.
Ése era el futuro de los niños a los que di clases, ser cortadores de caña o amas de casa llenas de hijos; qué sentido tenía entonces, en todo caso, enseñarles las letras, la ciencia, el mundo citadino, si nada de ello les pertenecería, si nada de ello sería suyo.
Recuerdo que casi al finalizar el ciclo nos encomendaron impartir un curso sobre los derechos de los niños; les hablé del derecho a estudiar, del derecho a que no se ejerciera violencia en contra de ellos, el derecho a expresarse, el derecho a jugar, a ser amados. Cuando terminé mi exposición, cuando todos se habían ido, Chucho, un niño de once años regresó y me dijo que para qué les estaba enseñando todo eso si como quiera era mentira, él quería estudiar la telesecundaría pero sabía que su madre, Doña Candelaria, jamás lo dejaría, una vez acabada la primaria tendría que irse de cortador de caña; para qué les enseñaba todo eso, me dijo, si su madre lo amarraba a un árbol y lo azotaba cuando se portaba mal, si la mayoría del tiempo no hacía las tareas y no jugaba en las tardes porque él y sus dos hermanos menores tenían que acarrear agua, partir leña, cuidar los animales; para qué le enseñaba todo eso si él sabía que su madre no lo quería porque nunca lo abrazaba, porque nunca se lo había dicho.
El año escolar terminó y me vine a estudiar la licenciatura a Tampico. No he vuelto nunca más a ese lugar. No sé si me gustaría verlos de nuevo, ya no como niños sino como jóvenes, con sus hijos, sus vidas resueltas. Tampoco sé si se acordarán de mí, si pensarán alguna vez en la maestra a la que ellos enseñaron a jugar fútbol, la que les dijo, quizá inútilmente, que tenían derecho a un futuro diferente.
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