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Uno camina por la calle la tarde de un día cualquiera, y de pronto, sin proponérselo, se encuentra una palabra. Una palabra abandonada en el suelo que alguien distraído debió extraviar sin notarlo. Luego, esa palabra que luce solitaria e inofensiva lo mira a uno fijamente a los ojos, como diciendo: anda, pronúnciame, levántame del piso y en tu voz, en tu garganta forma de nuevo la sangre de mis sonidos. Entonces a uno no le queda más remedio que compadecerse y nombrarla, lenta, prístinamente, como se conjura la claridad de una memoria turbia o como se desdice la nitidez de las distancias.
Uno adopta una palabra mientras camina por la calle la tarde de un día cualquiera y desde ese momento deja de ser ese vocablo anónimo que algunos pisotearon sin siquiera imaginar el significado de su sombra, el sentido de sus bordes; deja de ser esa palabra oxidada, esa palabra rota, desechable, inútil, esa palabra huérfana que imperceptible e invariablemente es arrojada hacia el silencio del olvido.
Uno se da cuenta que estamos hechos de palabras mientras camina por la calle la tarde de un día cualquiera, porque a pesar de que uno es incapaz de recordar el instante en que dijo la primera e ignora las circunstancias en que pronunciará la última, uno sabe que en ese intervalo entre comenzar a hablar y dejar de hacerlo, todo lo que somos, lo que estamos siendo y lo que seremos, queda registrado –huella indeleble y metamórfica– en cada una de las palabras que hacemos nuestras, que vamos aprehendiendo mientras vivimos nombrándolas.
Uno sabe que está obsesionado con las palabras cuando decide escribir una columna sobre ellas, cuando decide diseccionarlas como a escurridizos insectos; cuando quiere creer que habrá alguien más que al encontrarse caminando por la calle la tarde de un día cualquiera, al toparse con una palabra, será capaz de recogerla, de respirarla, de hacerla suya, será capaz de darle el ígneo rostro que suelen tener las palabras cuando están vivas.
Uno camina por la tarde la calle de un día cualquiera, y de pronto, sin proponérselo, descubre que sus palabras viajan de un puesto de revistas a una mesa de café, de un aparador a un automóvil, de las manos de un voceador al asiento de un autobús; entonces, ya sin remedio posible, uno acepta con la certidumbre de lo inevitable, que nunca será dueño de sus palabras, que siempre serán ellas las que nos posean, las que nos pronuncien, que siempre serán ellas las que en silencio dibujen nuestros contornos.
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(Esta debió ser mi primera columna en el periódico La Razón,
pero como siempre llego tarde, la publiqué hasta un mes después...)
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Comentarios
chillen putillas...
Dónde habré aprendido eso?
jajajaja.... qué cosas se me quedan grabadas a veces. Y eso que tengo una memoria que apesta.
Muy bien escrita tu presentación. Creo que te estaré leyendo en línea porque siempre se me olvida comprar La Razón.
Un abrazo y a ver cuándo usamos otro cuponcito del Sanborns. Aquí lo tengo, eh, que conste.
¿Cómo has estado? Ojalá te aparezcas un día de estos por el jardín del arte, no hemos sabido mucho de tí
[Encontre éstos blogs, por casualidad, y me han, gustado][las leeré más seguido, porque no he visto mucho hombre por aquí] P.D. Estoy en mi estapa, "muchas comas, mucho senitmiento..."