La primera cosa mía que regalé en mi vida fue una muñeca que amaba. Se la di a una niña llamada Perla que había perdido su casa y sus cosas en un pueblo del cual no recuerdo el nombre. Ella, sus hermanos y su mamá habían viajado sin nada para mudarse a una cuasi vivienda improvisada que les habían prestado y que estaba ubicada en una de las zonas más pobres de la ciudad. Recuerdo que le pregunté a mi mamá qué juguete debía regalarle. Puedo evocarme pensando en darle algunos juguetes que no eran mis favoritos. Mi mamá me dijo entonces: dale el regalo que te dicte tu corazón, uno que te gustaría que te dieran a ti. Creo que en todo caso, mis seis años, ése fue también mi primer examen de conciencia, mi primer debate ético conmigo misma. Lo pensé y lo pensé y llegué a la conclusión de que no había otra opción: debía regalarle mi muñeca más querida. No dudé. Cuando Perla y su mamá vinieron a la casa, mi madre les dio ropa, comida, enseres domésticos para que intentaran empezar su nueva vida. Yo le di mi muñeca dormilona a Perla. Supongo que le dije que la cuidara, que le cerrara sus ojos cada noche y se los abriera por las mañanas. Alguna cosa así. Y Perla se llevó mi muñeca y fue feliz quizá una noche o dos, quizá tres, porque esa misma semana unos ladrones se metieron a robar al cuarto donde les habían permitido quedarse, que en realidad no era un cuarto como tal porque estaba hecho con bloques sin pegar y no tenía ni techos ni puertas ("El tercer mundo era una casa sin techos", pienso ahora), y se llevaron lo poco que había allí, incluida la muñeca. Creo que nunca pude comprender del todo cómo alguien podía ser capaz de robar la muñeca de una niña que no tenía prácticamente nada. Durante mucho tiempo seguí preguntándome si a lo mejor la niña a la que se la habían dado la necesitaba aún más que Perla, si tenía aún menos que ella. Esa fue también quizá una de mis primeras grandes decepciones: pensé que una acto bueno, regalarle mi muñeca favorita a una niña desconocida que no tenía ni siquiera una muñeca iba a provocar felicidad, iba a desencadenar algo bueno. Pero no. Ahí empecé a entender que a veces, simplemente, no hay un final feliz, quizá para nadie.
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Saludos.