Soy incapaz de recordar el olor de mi madre. Sé que alguna vez estuvo en mi nariz y luego ya sólo en mi memoria, pero que en algún momento de la adolescencia ese aroma y su evocación dejaron de existir.
Como único vestigio, tras su muerte, quedó un frasco abarrocado de color rosa. Era su perfume. Debió ser algo muy dulce. No maderas. No floral. En todo caso afrutado, cítrico. Debió ser una fragancia que tal vez ahora me empalagaría. Pero estoy divagando porque lo cierto es que voy a ciegas, me quedan ya muy pocos recuerdos de ese pasado remoto. Lo cierto es que a veces pienso que ese pasado, mi pasado, nunca existió.
Los días y los meses que siguieron a la muerte de mi madre, cuando quería recordarla, sentirla cerca, pegaba mi nariz al pequeño orificio por donde tantas veces había sido atomizado el líquido interior para llegar hasta su cuello en forma de pequeñísimas gotas. Entonces mi madre era sólo eso: ese fantasma que podía aspirar. Mi madre era ese tenue olor que se aferraba a mi nariz.
Un día descubrí que el frasco ya no olía a nada. Había perdido todo su poder de máquina del tiempo, de máquina resucitadora, de máquina médium. El perfume había desaparecido y con él toda posibilidad de acceso sensorial a mi madre. Guardé durante muchos años todavía aquella botella vacía, como si creyera que mágicamente algún día podría hacerla aparecer de nuevo.
Pero también perdí esa lámpara de Aladino. Posiblemente fue en alguna mudanza. No tengo la más mínima idea de qué pude haber hecho con ella. La ausencia es una cosa que permea por capas a las cosas. Como la humedad. Como una niebla súbita que no te deja ver lo que tienes a medio metro de ti, lo que sigue después. Pienso en el hecho de que aún puedo recordar vagamente la imagen de la botella de ese perfume. Pienso en que también olvidaré eso. No quedará nada de mi madre en mi memoria. Como si todo fuese un sueño. Lo digo porque en los sueños uno no alcanza a saber por qué se encuentra en tal lugar. Uno no recuerda cómo es que llegó ahí.
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