Pensar que tu madre y la mía podrían haberse conocido. Después de todo iban a la misma iglesia y, al parecer, le rezaban al mismo dios. La mía creía en milagros y en curanderos al mismo tiempo, igual rezaba la magnífica y le mentaba su madre al diablo como exorcismo casero. Mi madre tan ecléctica y sin saberlo. La mía a los 10. La tuya a los 15 ¿no? Pero pudieron haberse conocido. Pudieron haber compartido los alimentos en alguno de esos largos retiros en los que yo participaba, mientras que tú permanecías en tu casa, con tus hermanos y tu padre. ¿Qué posibilidad había de que hablemos del mismo monaguillo? Que las dos lo hayamos conocido. Que la misma casa embrujada de la cuadra. Que años más tarde nos encontráramos en el mismo edificio y por razones distintas, estudiando filosofía. Dices que no tengo nada que agradecerte y dices bien.
Me habría gustado conocer a tu madre. A tu madre y a esa amiga que era como su hermana. Me habría gustado ser tu amiga desde niñas. No sé cómo hubiera sido. No creo que fuese posible. ¿O sí?
No tengo nada que agradecerte. Y eso me hace quererte más.
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