La
mujer que está a punto de marcharse es mi madre. Dejé de verla cuando tenía
siete años. En los últimos meses he coincidido con ella de forma intencional en
esta cafetería unas tres o cuatro veces. Las demás ocasiones me he limitado a
mirarla de lejos. Con frecuencia la veo salir
de su casa y abordar el autobús hacia su oficina. A veces la veo salir a comer
con sus compañeros de trabajo a los restaurantes o fondas cercanos a su edificio. Incluso, algunos fines de semana la he observado mientras
compra vegetales en el supermercado con esa mirada vacía que tienen las mujeres
infelices. O cansadas. O solas. ¿Eres infeliz, mamá?
Cuando
la sigo por la calle me mantengo siempre a distancia. Debe ser una mujer muy
distraída, es probable otra persona se hubiera percatado hace ya tiempo de mi
acecho. ¿Debería sorprenderme el hecho
de que no me reconozca?
En
la mesa del fondo está el detective que contrató Andrea. Fue él quien la encontró
en esta ciudad hace seis meses. Fue sincero con nosotros, no tuvo dificultad
alguna para hallarla. Por lo que a mi
respecta, escribió en su informe, su
madre no presenta la conducta de las mujeres que huyen, jamás cubrió sus pistas
ni ocultó procedencias, nunca mintió sobre su identidad ni intentó encubrir su
pasado.
Su madre no huyó de su
casa, eso se los puedo asegurar.
Así terminaba su primer informe. El único que Andrea tuvo en sus manos. Después
de eso consideramos que ya no requeríamos sus servicios y lo despedimos.
Excepto porque yo lo volví a contratar a escondidas de mi hermana menor. A
Andrea le bastó saber que estaba viva para odiarla. Yo quería saber cómo era
posible que después de tantos años siguiera viva sabiendo que en algún sitio del
mundo había dejado abandonados dos niños que le pertenecían. Yo quería saber si
era posible que una mujer así fuese feliz.
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