No sé cómo se los hayan dicho a ustedes. A mi un tío me lo soltó a bocajarro: tu mamá se murió, me dijo. Y eso fue todo. Luego me regañó porque había que ir al Seguro Social por el cadáver y a mi (una niña de diez años) se me ocurrió la inmoral idea (o sea, yo ni siquiera reparé en ello) de irme en short a lidiar con la muerte de mi madre. Me regañaron también porque no lloré ni frente a su cadáver (recuerdo que le toqué la barbilla dura y pensé: esto duro, este cuerpo duro, ya no es mi mamá), ni en el velorio en la funeraria, ni durante el cortejo fúnebre, ni en el panteón, ni en ningún pinche lado. Simplemente no lloré. Dijeron que tenía el corazón de piedra. Y pos se me hace que sí, que en ese momento algo se me petrificó. Algo se me rompió o se me averió. Un mecanismo interno.
Luego, al paso de los años. Cinco años después, para ser exacta. Me dio por llorar todas las tardes religiosamente de cinco a seis. A esa hora comenzaba un llanto profuso, hipeante. A las seis paraba el numerito. No sé si me vaciaba o qué. Años, muchos años más tarde recordaría, haría la conexión de que de niña le leía a mi madre la biblia, todas las tardes, de cinco a seis. Qué cosas tiene el inconsciente ¿no?
Y según yo superé su muerte de muchas formas. La primera fue que pudiera hablar de eso sin llorar. Que pudiera nombrarla a ella sin llorar. Después fueron muchas cosas, desde superar mi incapacidad para abrazar a la gente (una especie de discapacidad afectiva física), hasta vencer el miedo atroz y permitirme querer a alguien (en cualquier plan, amistad o pareja), porque el miedo a la pérdida es cabrón y se te instala en lo más hondo. Si perdiste a lo más querido, al pilar de tus afectos y de tu seguridad, al menos en mi caso, mis emociones me decían: no quieras a nadie porque querer y entregarse lleva el riesgo de perder. No quieras, así no perderás. No quieras, así, cuando se vaya, cuando muera, no te dolerá. Evidentemente ninguno de estos procesos era consciente y los hago evidentes ahora, después de un par de terapias.
No podría cuantificar cuántas cosas se fracturaron por la ausencia de mis padres. Una por muerte y el otro por abandono. No podría cuantificar cuánto de lo que soy, "bueno" y "malo" o simplemente, de lo que soy ahora es a causa de ello. Quizá todo. Todo. Esa seguridad, por ejemplo, que yo veo en otros, cuando yo siempre me siento sobre la cuerda floja a punto de caer. No lo sé. Sé también y lo sé de cierto, que muchos, teniendo padres, han tenido una vida mil veces peor que la mía. Tener padres no te asegura nada. Hay también padres malvados o irresponsables o que no te quieren o que no saben cómo quererte. Hay de todo. Pero no tener padres, es decir, la orfandad, está cabrón y lo sé por mi vida. Lo sé porque he estado en terapia. Lo sé porque aún veo los estragos, y me duelen, que esa orfandad causó y sigue causando en mi hermana, por ejemplo. Y me queda claro que las más de las veces, un duelo así, una ausencia así, no es viable de curarse sin terapia.
Por eso me da tanta rabia y tanta impotencia saber de todos los niños huérfanos por esta guerra. Por que sé lo que es ser un "arrimado", lo que es que llegue un diez de mayo, lo que es que nadie vaya a las juntas de padres de familia de tu escuela, lo que es saber que nunca tendrás a tu lado a esa persona, que idílicamente es quien más te ha querido o podría quererte, con esa ternura, con ese cuidado, con ese amor, con esa protección. Porque sé que nunca podré tener esa complicidad que tanto me habría gustado tener con un padre o una madre. Porque sé también, que aunque algunos de ellos, terminen siendo criados por familiares que si los quieran. O que algunos tengan la suerte como yo, de encontrar personas que no son nada tuyo consanguíneamente, pero que se vuelve tu familia elegida y te quieren, como si lo fueran. Nada puede "reparar integralmente" el daño.
Te construyes. Te reconstruyes. Yo, afortunadamente, como bien me lo hizo saber en su momento mi terapeuta, tomé lo que fui viviendo, doloroso, bueno, malo, como fuera, como un escalón para subir, para salir, para ser alguien.
Como que sí tuve que hacerme un poco o un mucho de piedra. Para no sentir. Para no llorar. Para que no me venciera el miedo atroz de saber que estaba sola en el mundo y en la vida. Y que si la cagaba o si algo me pasaba no tenía nadie a quién irle a llorar. Que si tenía hambre, o tres días sin comer, que si mi hermana se desmayaba, como un día pasó, por hambre, no había nadie, en serio nadie a quién recurrir.
Corrí con demasiada suerte, puedo decirlo. Nadie intentó violarme. Nadie abusó de mi en ningún sentido. Y tuve libros a la mano. Libros que me salvaron. Que fueron mis padres.
Corrí con demasiada suerte. El corazón de piedra un día se desarmó.
¿Cuántos corazones de piedra nos pasarán la factura?
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