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Soñé que iba al DF a rentar un departamento con miras a quedarme a vivir allá. Encontraba uno con una inmejorable vista a un parque. Se trataba de un departamento pequeño en un conjunto habitacional rojizo por la construcción a base de ladrillo. No estoy segura de en qué piso estaba mi gran adquisición arrendataria pero sus dos paredes al exterior eran completamente de vidrio. Era casi de noche y las luces de los arbotantes generaban una penumbra nostálgica. En el sueño yo tenía que regresar a mi ciudad de origen para volver después ya con miras a habitar aquel sitio. Pero no quería irme, temía que alguien más rentara el lugar antes que yo. Me recuerdo mirando por esas paredes ventanales. En el sueño alguien [no sé quién porque yo era la única en habitar ese espacio] me encendía un cigarrillo. Recuerdo que había un sillón y gatos. Muchos gatos. También había un fregadero blanco. A través del vidrio, en la calle, podían verse siluetas de personas jugando en el parque. Y las sombras de los árboles. Las sombras de una ciudad ajena.
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A jugar ajedrez me enseñó un viejito colombiano al que mi madre rentaba un cuarto en la casa de Querétaro. Cuando llegaba correspondencia yo subía a su cuarto a entregársela. Le llegaban siempre largas cartas de una hija que tenía en Canadá. Él me daba una moneda como una suerte de propina cuando yo le entregaba los sobres. Y así, un día que subí lo encontré jugando en su tablero y me preguntó si sabía jugar ajedrez. Le dije que no y se ofreció a enseñarme. Algo aprendí, aunque no mucho. Se fue haciendo amigo de mi mamá, al grado de que pasó con nosotros un par de navidades. Le empezamos a decir abuelito, de cariño. Un día se fue. No recuerdo por qué. Pero las cartas de la hija en el extranjero siguieron llegando. Mi mamá las guardaba en el cajón de una vitrina, en espera supongo, de que hubiera la posibilidad o el contacto para enviárselas posteriormente. Eso nunca pasó. Cuando empezó el largo proceso de guardar nuestras pertenencias en grandes cajas, previo a la mudanza a Ciudad Valles, las cartas salieron del cajón aún sin abrir. Creo que las tomamos sin permiso. Creo que las abrimos sin que mi mamá se diera cuenta. No sé qué esperaba encontrar yo ahí. Recuerdo que ése mismo día que rasgamos los sobres fumé mi primer cigarro. Era un Raleigh robado de una cajetilla que también estaba guardada en ese cajón. Me supo a rayos. Tendría quizá ocho años. Las cartas de la hija en Canadá estaban escritas en unas hojas amarillas. Estaban escritas en inglés, así que no entendimos nada.
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Recuerdo que le conté mi vida en una cafetería. Me miraba con la incredulidad de quien no espera una historia así. De quien no espera. Me compró un cuaderno. Me regaló un cuaderno porque yo no tenía ni para eso. Era el bachillerato y nos preparábamos para un concurso de oratoria donde hablaría sobre los indígenas. Eso, una pieza de oratoria sobre más de quinientos años. Palabras y más palabras, un discurso sobre los indígenas. Entonces fuimos a la biblioteca muchas tardes. Entonces yo no sabía por qué, ni siquiera lo adivinaba. Le conté mi vida y no me tuvo lástima ni admiración. Sólo me acompañaba a mi casa luego de la biblioteca. Regresábamos caminando, con su bicicleta por un lado (era deportista, jugaba voleibol, pero fumaba discretamente).Y yo, no sé por qué, pero empecé a extrañar esas tardes. No sé qué me contaba, no sé si la que hablaba era yo. Sólo recuerdo que caminábamos de la biblioteca a mi casa. Algunas veces me llevó en su automóvil azul. En el salón de clases también conversábamos. Todos callados y nuestras palabras flotando ahí, sin que nadie se atreviera a interrumpirlas. Ahora lo pienso: ojalá te hubiera robado un beso.
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