Lo que hicimos fue mezclarnos entre la gente. Ver sus rostros. Contener la respiración y mirar hacia lo alto. A un costado el fuego en su girar vertiginoso. ¿Era la infancia esos colores destellando, ese crepitar fugaz? Negamos monedas con vanas excusas. Huímos de esa miseria ficticia, del pregón vacío de los sin rostro. Nos metimos en casas abandonadas a hurtar pertenencias, a devorar los restos de un festín ajeno. Nada nos impedía contarlo todo de nuevo, rehacer los muros del lenguaje como quien compra un solar baldío. En las calles, sólo el sonido de los pasos ahogándose, la prisa del invierno por cubrirlo todo de miradas, de gestos inesperados. En las puertas, señales, cenizas de días recorridos antes del incendio.
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